DURO DE REMATE

Los problemas caían de lo árboles, uno tras otro, como una lluvia mansa y el mexicano seguía pululando por el almacén sin que yo supiera muy bien todavía qué hacer con él. Me distraía. Bastaba haber vuelto a sacar el foco del negocio por unos días para que Ralph Leno encontrara mi antiguo apartamento, me inculparan de la desaparición de C. B.; quienquiera que fuera,  Armando siguiera respirando, y los billetes verdes de A.C. Married tuvieran fecha de caducidad por no se sabía qué inoportuna reacción química de papel y tinta.

–Una semana, muchacho. Después empiezan los problemas.

–Concreción.

–Destiñen.

No había tiempo que perder, pero todo en la vida tiene su momento perfecto. Su momento Mackenzie. El viejo vino a poner la guinda.

–Me voy a los pantanos.

–Ahora no puedes irte.

–Me voy.

Todo se iba carajo abajo y yo sólo podía pensar en Teresa y en su amor magro.

El plan se desmantelaba.

Necesitaba un enano. El mexicano sería útil después de todo.

–Jalisco, tenemos problemas. Búscame un enano.

–¿Cómo lo quiere?

– Limpio.

Hay días en que hay que explicarlo todo.

Había que volver a dar forma al proyecto. Repasé mentalmente la lista de tareas. Había olvidado ir a cambiar las pilas del audífono.

–Jalisco, pasa por la ortopedia de camino– su parsimonia me exacerbaba–¡Vamos!

Armando Amador Marondo me miró fijamente.

–Te curtiste a la vieja, pibe. Mal asunto.

Lo acaricié con la mirada para no dar al traste con todo el proceso cárnico.

–¿Me estás hablando a mí?– me espejé.

Joe ayudó a apaciguar los ánimos al entrar con media vaca a lomos.

–¡Una mano, muchachos! ¿Dónde está Mackenzie?

–No está.

–¿Dónde está?

–Se ha ido a los pantanos.

–¡Viejo hijo de perra! ¿Y ahora como eliminamos a éste?–dijo señalando a Amador.

El letrista palideció.

–Eh, estás como la nieve–se le acercó Joe, suavito– la polvorienta nieve. No te aflijas, la alheñada cabellera pronto estará distante de esa garganta loca.

Las palabras lo acuchillaban. Joe lo tenía acorralado contra una pared. Marondo, raro en él, no hablaba.

–¡Cógelo por los pies!

–¡Vamos, Joe, no me hagas esto!–me quejé.

–¡Cógelo por los pies!

«Son órdenes de Teresa»,le escupió a la cara a Marondo.

¡Teresa! ¿Cuándo había hablado con Joe? Los celos me derretían las uñas. Teresa no hablaba conmigo más que para lo inevitable. Había tardes en las que no me dirigía la palabra, nunca me atendía el teléfono y yo me desesperaba sin saber con quién pasaba las noches, quién le abrigaba a la madrugada el cuerpo del delito.

No fue difícil bloquear a Armando. La cuchilla de la Treiff comenzó a girar.

–A la altura de la cintura– me guió Joe.

Ibamos llegando a la mitad cuando entraron el mexicano y el enano. El cantante perdió el conocimiento. El enano lo miró con conmiseración negando con la cabeza.

–Vengo a crecer– dijo.

–Justo lo que necesitaba– sonreí frío.

–Señores, ¿precisan mis servicios?

–Trae aquel cubo para las entrañas– señaló Joe. Armando olía a podrido por dentro.

El enano dijo «al momento» y girando en el aire dos mortales volteretas llegó al cubo y, del mismo modo en que fue «alehop»volvió, cayendo de rodillas sobre una pierna con los brazos abiertos y el cubo colgando de uno de ellos por el asa.

Joe soltó una carcajada.

–Esto es un exceso–dije liberando los brazos de Armando/2 que quedó balanceando por una costilla.

–¿Cómo te llamas?– escuché a Joe preguntar mientras salía con el audífono que había traído el mexicano.

–A. María Brandenbauer, pero todos me conocen por el Canicas.

Necesitaba un ancla. Llegué al negocio de Teresa con las manos aun manchadas de sangre.

–Cierra la puerta–dijo.

No podía más. Las lágrimas salían solas.

–¿Qué está pasando?

–Apaga la luz, nos vigilan.

–¿Quién?

–Ese detective de gatos que me recomendaste.

El alud caía ahora sobre mi propio tejado.

–¿Hace mucho?

–Ha estado haciendo preguntas. El degenerado busca a otro gato: un tal Pirulo. Pelusa ha quedado relegado a un segundo plano.

–¿Qué podemos hacer?

–No te preocupes–me consoló maternal llevándome a su regazo–, cachorro. A todo cerdo le llega Susan Martin.

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ANIMALES PERDIDOS

Algo me empezó a ocurrir aquella misma tarde tras el almuerzo. Armando Amador Marondo, el Señor lo conserve muchos años en la gloria de una energética lata de comida para gatos, fue el único en percatarse. «Vos estás enamorado, pibe». Y siguió a lo suyo. Aquella era la segunda vez que hurgaba en indiscreciones pantanosas. Lo cierto era que me hormigueaban las manos y un desequilibrio nervioso invadía mis axilas. Como contrapunto, todo presentaba una calma aparente: el mexicano cantaba para Armando, Joe cortaba unas costillas con la sierra eléctrica y Mackenzie aprovechaba para echar una cabezadita antes de salir a hacer la ronda nocturna.
Los miré con distancia. Prefiguré una escena casera en la que comíamos albóndigas sentados en torno a una mesa alargada, bebíamos vino y reíamos con bromas sencillas. Los gatos, paseantes silenciosos, nos acariciaban los tobillos.

Después me encendí el cigarrillo y soplé la cerilla.

«Ha llamado Teresa», dijo Joe. «¿Qué quería?». «Dice que la llames, que tiene para ti un… un…». «Un qué». «No me acuerdo».

Salí de la trastienda con cara de pocos amigos.

En el coche, camino del negocio de Teresa, no me sentí mejor. Las manos me sudaban copiosamente. Se me hacía difícil sujetar el volante sin que resbalara en las curvas. Algo me estaba pasando: me habían envenenado desde dentro. Después de la visita no prevista se impondría volver al médico, pero ¿a qué médico?  Las opciones iban menguando y no me sentía con ánimo para pensar en un especialista.

Tampoco estaba de humor para buscar mascotas perdidas.

Pegado al cristal de la puerta de Mi Establecimiento, carnes y derivados, había un cartel de he salido. Otra estrecha puerta lateral servía de acceso a la vivienda del piso superior. Comprobé que estaba abierta cuando me disponía a llamar.

Armado de precauciones, subí despacio las escaleras angostas. Teresa no respondió a mi primera llamada. Tampoco a la segunda. A la tercera, creí escuchar un ligero hilo de voz proveniente del fondo del pasillo.

Allí estaba, en el dormitorio, inmóvil sobre la cama arrugada, en un déshabillé de encaje negro, con la mirada perdida en el techo. Giró la cabeza, me miró fijamente los pantalones y se abrió el salto de cama dejando a la vista su cuerpito de estraza y huesos. Entonces comprendí. Dejé el arma sobre la cómoda. El veneno que me venía intoxicando tenía nombre de mujer. Y me entregué sin resistencia al destino de una pasión deshidratada.

No pude sobrevivir.

Teresa extendió su vara y las aguas se abrieron. Aquella tarde, Teresa me mató, y me mató tres veces, para resucitarme a su antojo todas las que ella hubiera considerado necesarias.

«Joven, cierra la puerta al salir», fueron las primeras palabras que me dirigió ya entrada la noche.

En el coche, de vuelta a la carnicería de Joe, me sorprendí cantando.

En aquel momento sólo podía pensar en lo molesto que me resultaba el mexicano.

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¡CUIDADO! ¡CUIDADO!

Hoy hemos matado a Armando. No nos ha importado. El mundo está lleno de Armandos.

Hoy hay un hijo de la plata menos entre nosotros. Todo ha de guardar un equilibrio.

El problema se nos presentó hace unos días–el desarrollo de la idea fue inmediato–cuando tuve que ausentarme de la ciudad. Por unas horas, no más.

En ocasiones necesito rebasar los límites, saber que las jurisdicciones dejan poco margen de actuación a mis amigos de la central.

Llovía. Me vino bien. Siempre llueve cuando me precipito.

Fue Teresa quien me facilitó la dirección de A.C. Married. Lo encontré leyendo, visiblemente contrariado por la mediocre traducción de Calderón. Y por el gato. Es largo. La secuencia vendría a ser algo parecido a esto:

A.C. Married leyendo. Malos Pelos Smith llegando para interrumpir. A.C. Married sacando el quitamanías eléctrico. Malos Pelos Smith quedando fulminado durante los quince minutos siguientes; tiempo en el que lo encontramos en el limbo de los gatos o en artísticas obras del pasado, porque la energía, explica A.C. ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y yo le digo que creo haber escuchado eso antes, en algún lugar, pero que mi memoria me anda jugando malas pasadas y que, sin una fotografía en la que apoyarme, últimamente lo veo todo muy crudo.

Married sonríe un oh, Teresa incisivo. No se lo tengo en cuenta. Después me sirve un té de las cinco bien cargado y pasamos a su estudio. Malos Pelos Smith permanece rezagado bajo una mesa.

El estudio me pareció un insólito museo de piezas raras pero no era momento para inspecciones. A.C. Married se estaba disculpando por su mal humor. Decía venir siguiendo la pista de un anuncio por palabras desde hacía meses. La clave estaba en el poema desconocido de un escritor que respondía a las iniciales C.B.. Confesó que su primer impulso fue también su primer descarte porque What is life? A frantic moment, y que dejó al viejo Charles para momentos menos limpios.

Parecía ser la semana de las conexiones y que la suerte estaba de mi lado. Aquella misma mañana, Marondo había vuelto a destripar una letra, enardecido:

¡Por qué lo llaman corazón cuando quieren decir garompa!

¡Cuidado! ¡Cuidado!

A A.C. Married no parece disgustarle mi olfato para las ficciones. C.B. con el culo al aire y yo con el culo cómodamente apoltronado en un Chesterfield original Fleming and Howland de 1780. Más confiado, se encaja las lentes y me muestra la obra en la que está trabajando. Le falta poco para terminarla. El papel es auténtico. Me impide preguntarle cómo lo ha conseguido. En realidad, quiere que lo sepa. No se lo pregunto. A.C. me mira decepcionado y pasa a otro asunto: el verde. Se pregunta cómo es posible que él haya conseguido ese verde. No atiendo a la llamada. Ni su mismísima madre diría que Benjamin no es Benjamin.

Somos The Four Roses. Hubiera sido incómodo continuar llamándonos así con la intervención de Married. Tampoco vimos conveniente consultar a Armando por un nuevo nombre con objeto de no prescindir de sus servicios. Había que cubrirse las espaldas ante la posibilidad de Los cinco latinos, en el caso de que lo hubiera encajado, o Los tres sudamericanos, si, tradicional, hubiera eliminado al mensajero.

Hoy hemos matado a Armando. No nos ha importado mucho. Somos las Cuatro Rosas

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CATS AND DOGS

No lo saben pero es cierto, cayó sangre. Del cielo. Quiero decir que llovió sangre. Y no una garúa finita, no venía sola: el plato llegó con sus sacramentos.

No pongan esas caras de incrédulos.

No pongan esas caras escrupulosas.

En otras ocasiones llovieron peces. Innúmeras.

Esas caídas son más socorridas. La sangre, poniendo a un lado lo llamativo del momento para la primera plana, no sirve más que para dejarlo todo enchastrado. La pregunta acá, la que nos inquieta, a mí me inquieta al menos, es quién lanza toda esa porquería al suelo, donde la buena gente busca pan, en lugar de lanzarnos diamantes, I don’t mean rhinestones–uh, ahí tienen lo que es hablar cabalmente en plata– pero no, a la mersa nos lloverán piedras, sapos, ranas, para equilibrar el excedente de anfibios en algún universo paralelo, muchachos, porque es de lo que más cae.

Ya veo, me van a poner de vuelta esas caritas afectadas. ¡De dónde se piensan que salen! Y no me vengan con el cuento del tornado, del tornado selectivo. No vi fenómeno meteorológico más exclusivista y ordenado que nos agarra las especies y nos las categoriza taxonómicamente con tintes de ciclón neurótico. No, del cielo caen cosas. Y no siempre a gusto de uno.

No siempre.

Armando mira a Mackenzie y Mackenzie instintivamente se guarda en el bolsillo el llavero de cola de gato que le cuelga del pantalón.

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DELICATESSEN

No nos parece justo tener pluriempleado al mexicano. Joe lo utiliza como chico de los recados cuando Armando no lo tiene garrapateando notas. Y la esclavitud, sonríe Mackenzie, se abolió hace siglos. Él, reconoce, lo tendría atado por un tobillo sentado en el porche desvencijado de la vieja casa junto a los pantanos, pero el mexicano estaría descansando y podría fumar o mascar tabaco a última hora de la tarde cuando los mosquitos parecen confundirse con el aire que respiran.

Esa fue nuestra primera discusión.

No hay nada como la debilidad interna para potenciar la fortaleza externa. Digo exterior. Digo del otro. Y hay muchos otros.

No es justo entretenerse.

Para no tensar más la situación, Mackenzie y yo nos decidimos a colaborar, a descargar al músico de peticiones desproporcionadas.

Esto me llevó a sufrir un leve mareo.

Fue por el perfume. Las feromonas aterrizan en mis recuerdos, y me hacen reaccionar con la misma imprevisión que la primera vez, cuando la doctora levanta la cabeza del escritorio y una oleada de Vol de Nuit me derrite las piernas.

Este trabajo no me gusta.

El médico no es para mí. Tengo que pagar una deuda pasada de Joe, hacer de chófer y acompañante de una anciana que resulta ser experta en salchicherías. Mackenzie, pertrechado con un delantal blanco, se ha quedado tras el mostrador.

En el trayecto al hospital hablamos de embutidos, de lo irónico de destripar a alguien para volver a meterlo en una tripa. Aquí, Miss Daisy, ha dicho alguien. Mi primer pensamiento ha sido el del respeto debido al animal, cerdos tratados dignamente por una dama y matarife antes del sacrificio. Después pienso en Joe y en el fin último de su manufactura.

Hoy en día estamos comiendo cualquier cosa.

La doctora recurre a las sales de amoniaco. Es de la vieja escuela. Le agradezco que evite la ridícula bolsa de papel, el término hiperventilación. Me bastaría una sola cita para hacerle cambiar de opinión con respecto a ciertos diagnósticos. No será posible. El perfume neutraliza mis posibilidades. Y el hospital no está dentro de mi circunscripción. Un desperdicio. Me gustan las mujeres fuertes y ella tiene el pelo dorado.

En el trayecto al hospital hablamos de fiambres. A Teresa no le gustan los médicos. Esa confesión me desata una sonrisa fácil. A su edad la obligan. El seguro, asegura. Un quiste, dicen. Una exploración, explota. A estas alturas y a ella, únicamente explorada por el difunto Peter, un experto en los asuntos de embutir.

Atemorizada, me ruega que la acompañe, que no la deje. Me toma de la mano cuando la doctora sube sus piernas enclenques en la camilla y le avisa de que el gel va a estar frío y que haría mejor relajándose. Teresa me aprieta la mano, me mira con ojos que no saben perdonar. Lanzo una última mirada al cabello de la doctora.

Volvemos en silencio. Dos manzanas antes de llegar, me pide que baje a comprar comida seca para Pelusa Peter. No hago preguntas. Cuando llegamos la acompaño hasta la trastienda. El gato no sale a recibirla. Mackenzie no recuerda cuándo lo vio por última vez. Teresa se transforma y Mackenzie tiene que asegurarla en una silla. Hacemos lo posible por calmarla. El gato no aparece. Como último recurso le dejo sobre la mesa la tarjeta de un detective privado.

Hoy ha sido un día largo.

Miro hacia el cielo. A veces, los animales llueven.

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CUATRO ROSAS

Conocí a Joe a través de Mackenzie y a Armando a través de Joe.

Y así vamos creciendo.

Armando se dice letrista. Entonces lo es. Un hombre no es sino lo que cree ser.

En un primer momento lo confundí con un médico. Sólo fue un espejismo sonoro. Armando habla con el mismo acento con el que el doctor Nick de Springfield aprendió a hablar en mi país.

Las letras de Armando son letras crudas. Llama a las cosas sin tapujos vuelta y vuelta huyendo de cualquier tufo a metáfora o símil que lo aleje un punto y los antiguos de la verdad desnuda sin escatimar en adjetivarlo todo por su nombre. Después firma sus composiciones al completo: Armando Amador Marondo.

Armando Amador Marondo no tiene buen carácter. La idea de corrección política, de guardar las formas, de mantener la compostura, no forman parte de su equipaje.

Encontrar quién lo musique ahora es trabajo nuestro. Armando cree en el crowdfunding y sabe pagar a un hombre como es debido.

En muchas ocasiones hemos tenido que cruzar fronteras, entrar en cantinas mariachis, mostrar nuestras cartas en el asunto, salir con el músico en el Mustang hacia el norte, contorsionísticamente acomodado en el maletero.

Cuando Armando no está inspirado desmiembra canciones sentado tras una mesa en la rebotica de la carnicería de Joe. Podemos escuchar sus arcadas mientras despachamos nuestros asuntos. Más tarde nos explica la náusea que le produce la hipocresía, nos hace entender que la falta de pudor no consiste en decir las cosas a la cara, sino en decirlas sin que lo parezcan.

Armando Amador Marondo jura que cuando él utiliza la palabra «rosa», quiere decir rosa, que cuando escribe la palabra «vaso» no está pensando en nada más y nada menos que en un vaso y que hay mucho fantasma suelto que no llega ni a dos rosas ni a medio vaso.

Asentimos porque no lo queremos contrariar más.

Armando continua insistiendo en que una flor siempre será una flor y no una mariconada pusilánime, un artilugio seminal de macho golpeador para hacer olvidar a la mujer de turno una tunda previa, y nos asegura que los ejemplos del asco son innumerables, mostrándonos en un papel el cuerpo del delito.

Entonces nos pide que le traigamos al mexicano, que tiene que resolver con él unas cuantas estrofas.

Joe y yo miramos a Mackenzie.

Mackenzie parece escucharlo pero en realidad está pensando en alguna mujer fuerte e inaccesible a la que en alguna ocasión presentó sus respetos sureños.

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TALALGIA

Me vienen siguiendo los pasos.

Desde hace rato que me vienen siguiendo los pasos.

Es un profesional. Alguien que sabe distinguir un trabajo bien hecho de una escabechina chapucera, en el caso de que ése fuera el caso. Me gusta la palabra caso. La pátina policial que hemos aplicado a una palabra que puede significar tantas otras cosas.

No importa, el hecho de que me sigan no es más que un valor añadido al hecho de que yo sea libre. Esto pocos lo comprenderán.

No soy un delincuente. Soy un hombre dulce. Sí, lo sé, el primer dato no reduce al segundo a una certeza. Pero en mi caso, ¡oh, mi caso!

Ustedes tendrían que estudiar la situación más detenidamente. Dedicarse a indagar, a conocer, antes de juzgar, de formarse esa composición de lugar en la que me sientan en una silla destartalada y me enfocan con una luz bamboleante. Cómo les gustan a ustedes los focos deslumbrantes. La luz también hay que saber usarla. No hay tanta diferencia entre su exceso y la oscuridad. Ustedes han querido ver un eclipse y no han visto nada.

Y ahí está, por alguno enviado: un profesional.

Yo también lo he visto.

He pasado por delante de su oficina, una puerta con el paño superior de vidrio opaco y su nombre pintado en letras negras. He visto el despacho iluminado desde dentro con las luces de fuera, cuando todos ya dormían, menos el cartel intermitente del hotel cochambroso de la esquina. Sí, he visto su nombre en letras capitales espejado en el suelo: Detective Ralph Leno. Y me he sabido ir a dormir tranquilo.

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FERVOR DE VAMPIRAJE

Me gusta que me chupes sangre.

Te gusta chuparme sangre.

Nuestra unión es perfecta.

El maridaje consiste en casar la carne con los caldos.

En el barrio no nos miran con cariño. Nos señalan con el dedo acusador. Nosotros les saludamos con su vecino inmediato.

Ambos estamos pálidos: yo por la anemia, tú por la fotofobia. Eso dicen los médicos que nos han visto. Y han sido varios. Últimamente tienden a la desaparición: un buen día dejan de pasar consulta y chao. El reemplazo no tarda mucho en llegar, con sus nuevas maneras, nuevas pruebas, empeñados en que me cure, en que me tome el hierro, en que siga fabricando hemoglobina cuando yo me dejaría desangrar con ganas, desvanecerme sin esta intermitencia globular. A ti te recetan pantallas de factores impensables, burkas fijos y se pronuncian sobre el uso del face-kini sin que nadie les haya preguntado.

Yo acabo por no tomar el hierro, porque sé que no te gusta el sabor que lastra, porque te parece que así no sepo tanto a mí. Tú continuas durmiendo por el día. Pero vamos al médico como un acto de fe cuando caen los últimos rayos de la tarde.

Ellos no entienden nada. A mí me gusta que me chupes sangre y a ti te enloquece mi Rh.

Esto no parecen escucharlo, pero inconscientemente se aferran al crucifijo que llevan al cuello, al lápiz afilado, a algún frasquito de perlas de ajo, y entonces tú bendices al muy hijo de puta con tu sonrisa canina.

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BUTCHER SHOP

No me quiero encasillar.

No quiero hablaros de médicos que cosen o dejan cicatrices en las dependencias traseras de una carnicería, una sala de despiece de paredes churretosas tras las desmembraciones.

Pero es de lo que vamos a hablar.

Vamos a hablar de Joe. Y de la picadora de carne Braher TM 114.

No estamos dejando nada a la imaginación. Hoy os voy a hacer el trabajo fácil. Poco os va a costar sentir el acero frío de la máquina al introducir el brazo, o de la mesa de trabajo al recostar la espalda en ella.

Joe no es muy prolijo pero es eficiente.

Mackenzie me lo presentó en un apuro. Un roce que pintaba feo. Los pantanos no siempre están a mano. Entonces tiramos de Joe, que desinfecta las heridas con bourbon antes de darle un trago y de invitarte a otro. Es conveniente no desmayarse, estar consciente para que Joe no interprete fantasías de petit point sobre tu piel.

Después hay que ayudarle.

Pasar al doctorcito por la Treif. Saber apreciar, en lo que dura el proceso, el valor que da Joe a su arte explícito; su debilidad por los metatarsianos; la sonrisa cándida que le provoca el sonido crujiente.

La picadora hace el resto.

Joe compró una Braher de segunda mano porque la Handtmann se le rompió y la garantía no le cubrió el desarreglo, alegando la necesidad de un deshuese preciso antes de proceder a la molienda. Ya no le pasa.

Joe tiene ganas de hablar, pero acaba callando.

No queremos saber más. El proceso de empaquetado no nos concierne. Mackenzie y yo salimos de allí sin mirar atrás.

Joe silba.

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ATENCIÓN PRIMARIA

He vuelto a ir al médico.

Ir al médico como acto de fe. Aparecer por la consulta sabiendo que él sabrá como por ensalmo qué me pasa, verá en mi interior, oráculo en mano, leyendo mi cuerpo, y llegará a conclusiones desagradables. O no.

Y yo lo creeré. Porque es un hombre de ciencia o porque tiene una bata blanca. Y celebraré su visión de rayos equis cuando diagnostique que lo que me habita es un virus y no una bacteria y me aconseje beber agua porque el agua hay que beberla para depurar y para evitar posibles deshidrataciones, aunque él no sepa cómo verdaderamente funciona el agua y esté en lo cierto.

Y saldré sin receta de antibióticos que no podré conseguir porque en el mercado negro han descatalogado este producto en favor de la cocaína, que parece mejor negocio.

Y tendré que recurrir al viejo Mackenzie muy a mi pesar. Y a la carnicería clandestina de Joe.

Aún no os he hablado de Joe.

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